Lisboa (Portugal)

Durante años me he preguntado por qué me encanta esta ciudad y con el tiempo creo que voy sabiendo los motivos. Quizás es porque, tras empollarme todas las características de cada uno de las obras griegas, romanas, románicas, góticas, renacentistas, barrocas y de otros estilos cuando estudiaba Historia del Arte, tras saber cuánto medían las columnas de la catedral de Chartres o qué materiales se usaron para el Cupulone de Florencia, me acabé dando cuenta que el encanto de las ciudades, lo que me interesaba verdaderamente, no lo encontraba en todos estos datos.

Por supuesto que Lisboa tiene sus monumentos de «visita obligada», empezando por el Monasterio de los Jerónimos, con ese gótico tan portugués como es el estilo manuelino, pero el interés de esta ciudad recae en otros aspecto.

 

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En mi opinión, Lisboa tiene el encanto del paso del tiempo. Hay ciudades con edificios que son obras de arte universales. Es decir, obras que traspasan el momento en que fueron concebidas y parecen trasladadas al presente, donde no pierden su belleza, su monumentalidad o su unicidad, y que conservan el vigor y grandeza de tiempos pasados. En Lisboa no sucede esto, pero no quiero caer en recurso literario fácil de la saudade y de la nostalgia por un pasado que ya no volverá. Por lo que fue capital de un Imperio con colonias en ultramar y que ahora es una ciudad empequeñecida en comparación con otras capitales europeas.

Sí que es cierto que el pasado determina mucho a Lisboa, pero lo más importante es la «autenticidad» de un presente que, más que «a pesar de», es gracias a su decadencia que tiene un encanto extraordinario. Ese pasado que ya no volverá se percibe tomando un «galao» (café con leche) en vaso alto en una «pastelaria» de lujo anticuado en las señoriales calles de la Baixa.

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Quizás Lisboa tenga un aire decadente, pero para nada triste. No es una ciudad venida a menos por la pérdida de un Imperio. Al contrario, Lisboa es alegre porque no quiere aparentar lo que mucho que dejó de ser. No quiere esconder que el paso del tiempo le afecta sometiéndose a «liftings» anti-naturales. No es una ciudad-museo rehabilitada para el use y disfrute del turista que busca sólo monumentos famosos y belleza. Por suerte, aún se conservan muchos comercios tradicionales en su centro histórico, algo que por desgracia es cada vez menos habitual en las ciudades europeas. La Alfama conserva su carácter particular y los restaurantes siguen escribiendo el plato del día en manteles de papel.

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Pequeña librería en Alfama

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Mujer vendiendo «ginjinha», licor casero de cerezas, en las calles de Alfama

 

El encanto de Lisboa reside en que no escapa al paso del tiempo. Es decadente en el sentido de que luce con orgullo su vejez, que es lo más natural del mundo. Y ahí está su belleza. Los azulejos no llenan por completo las fachadas, porque algunos cayeron hace tiempo. Ese es el atractivo de Lisboa, lo que hace que sea una ciudad viva.

 

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Una respuesta a «»

  1. Gràcies per tornar-me a portar a Lisboa un cop més i enllustrar el record que guardo…
    Em venen al cap uns versos D’Andrade: Como podemos florir/ao peso de tanta luz?/Estou de passagem:/amo o efémero.

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