México D.F.

Lectura durante el viaje: La muerte de Artemio Cruz (Carlos Fuertes)

 

Me encantan las grandes ciudades, son una de mis debilidades en los viajes. Me gusta poder recorrerlas sin aburrirme, que tengan barrios muy diversos entre sí, que tengan algo de multiculturalidad y mucho de autenticidad. Sentir que, a pesar de su inmensidad, las voy conociendo y me las voy haciendo mías, sentirlas un poco como propias sin perder las fascinación constante. Me gusta conocerlas y que a la vez me sorprendan.

Me gustan que tengan zonas modernas y zonas antiguas, que tengan una gran oferta gastronómica de comida local. Me gusta que tengan bullicio, que se vea el ir y venir del gentío. Me gusta que sean caóticas. Sólo un poco, por eso. Especialmente, me gusta que tengan barrios diferenciados. Por todo ello, me encantan Roma, Estambul, Moscú, Hong Kong, Tokyo y Nueva York. Y, por supuesto, me encanta la Ciudad de México.

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Me encanta, sí. Pero debo reconocer que no me dijo mucho al principio. El centro histórico es un bonito entramado de calles con bellos edificios coloniales, y la plaza del Zócalo es impresionante. Pero tampoco le vi mayor atractivo. Luego, con las sucesivas visitas que hice a la ciudad, me fue atrapando cada vez más.

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¿Qué es lo que me atrapó? Pues, como he dicho arriba, el interés que para mí tiene el hecho de ser una metrópolis muy variada. Una megalópolis donde aún se pueden encontrar barrios que parecen pueblecitos, como son los casos de Coyoacán (donde está la famosa casa de Frida Khalo) o San Ángel (con el taller-vivienda de Rivera y Khalo, muy interesante de visitar), con casas bajas pintadas de colores pastel, en contraste con grandes avenidas, como la de Reforma, o barrios de estilo más europeo, ideales para alojarse y pasear, como Condesa.

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Conforme se va conociendo la ciudad, uno se va dando cuenta de que aún le queda mucho por descubrir. Hay que ir más allá del espectacular Palacio de las Bellas Artes y de las bonitas calles del centro; más allá de la impresionante catedral, y admirar los frescos de Diego Rivera en el Palacio Nacional. Y, por si uno no ha tenido suficiente, los que pintaron él y sus colaboradores en la Secretaría de Educación Pública.

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Ciudad de México brinda mil rincones, detalles y barrios de gran interés. Escuchar a los mariachis en la Plaza Garibaldi, alucinar con los objetos de santería que se venden en el mercado de Sonora, admirar las vistas infinitas de la ciudad desde la torre Lationamericana (que fue el primer rascacielos al sur de Estados Unidos), ir más allá del Palacio nacional y perderse entre las calles llenas de bonitos edificios coloniales, plazas con encanto, como la de Loreto iglesias torcidas por los terremotos, y un gran ambiente, con tiendas de todo tipo. O tomarse un café o una cerveza en la elegante colonia Roma, o visitar el imperdible Museo nacional de Arqueología, único en su género.

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Y si uno está saturado de la propia ciudad, se puede ir a lugares tan distintos pero de tan interés como las pirámides de Teotihuacán (el mejor ejemplo arquitectónico mesoamericano pre-azteca que existen en el mundo), los canales de Xochimilco o la Universidad Autónoma…los tres patrimonio de la Unesco.

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Cada vez que he ido a México DF me ha gustado un poco más. Pero los edificios coloniales, las pirámides, los murales, el ajetreo, el ruido, la experiencia de viajar en metro, los mercados y librerías, las grandes avenidas, las pequeñas casas de colores y todo lo que ofrece sin descanso esta ciudad, no sería más que un decorado si sus calles no estuvieran llenas de puestecitos de comida. Poder degustar en cualquier rincón un taco al pastor, una quesadilla, un huitlacoche…es lo que da no solo sabor, sino también color y olor al Distrito Federal.

 

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