La escuela clandestina de Kabul

Conocí la historia de Nadia Ghulam gracias al libro Crónica de una ficción de la periodista catalana Mònica Bernabé, que vivió y trabajó en Afganistán durante muchos años. En los 90, y tras expulsar a la todopoderosa URSS, que había invadido el país en 1979, diferentes facciones de los muyahidines, que fueron las milicias que se alzaron en su contra, se enzarzaron en una guerra civil por el control del país. En este contexto, una bomba destrozó la casa de Nadia, desfigurándole la cara. Para tirar adelante a su familia, tuvo que vestirse como un chico, porque las mujeres no podían salir de casa sin su marido o un familiar cercano ni trabajar. De hecho, ahora tampoco pueden. Mònica conoció a Nadia y le ofreció ir a Barcelona a operarse. Ahora mismo, es una activista que lucha por las mujeres de su país desde la ONG Ponts per la pau (“Puentes por la paz”).

En Kabul y en otras ciudades, la ONG tiene varios centros donde se enseña inglés, matemáticas y otras materias a las chicas, que además reciben soporte psicológico. Desde la llegada de nuevo al poder de los talibanes, en agosto de 2021, sólo las niñas hasta nueve años pueden estudiar. Luego tendrán que estar en casa hasta que un matrimonio concertado las empareje de por vida con un desconocido, pasarán a depender de la familia del marido, a quien estarán obligadas a satisfacer sexualmente, además de limpiarle la casa, cocinar y poder salir solo acompañadas vistiendo un burka.

Contacto con Nadia un par de semanas antes de mi viaje a Afganistán, quedamos para hacer un café, me cuenta cómo está la situación actualmente en el país y me habla sobre los centros. Le digo que me gustaría visitar alguno. Me pide entonces que, cuando esté allí, recoja unas facturas y las traiga a Barcelona. Servirán para justificar los gastos ante los donantes y poder pedir subvenciones. «No es arriesgado, no te preocupes», me tranquiliza. «Al salir del país te revisarán el equipaje, pero sólo tienes que camuflarlos entre la ropa, y no mirarán tanto». El hecho de ir a Afganistán adquiere, en ese momento, un objetivo más importante que el mero hecho de visitar un país, algo que, en aquel momento, se me antoja muy banal.

Varias semanas después, estoy con el catalán Ivan Faure, el asturiano Alberto Campa y la portuguesa Mariana Kobayashi en el décimo día de nuestro viaje por Afganistán. Nos citamos con Zuhal, la responsable de uno de los cinco centros que la ONG tiene en Kabul. Zuhal tiene sólo 19 años, pero muestra una enorme iniciativa y madurez. Nos viene a buscar al hotel, porque si no sería casi imposible encontrar la escuela clandestina donde una veintena de chicas van a aprender inglés, matemáticas y otras materias. El centro no tiene ningún cartel exterior que lo identifique como tal y su dirección no consta en ninguna parte por motivos de seguridad. Desde la llegada de los talibanes de nuevo al poder, en agosto del 2021, sólo las niñas de hasta nueve años pueden ir al colegio, y únicamente se imparten los grados superiores a quien quiere estudiar para ser dentista o enfermera. Tampoco pueden trabajar ni entrar en los parques. Dos días antes de nuestro viaje se prohibieron los centros de belleza y las peluquerías para mujeres, pero tras unas protestas, se reabrieron.

Llegamos al centro en taxi, entramos en un edificio, recorremos un pasillo y bajamos un piso. Lo primero que encontramos es varias máquinas de coser. El lugar, de puertas afuera, es una escuela donde las mujeres van a aprender costura. Las chicas reciben clases de otras materias en la habitación contigua, un aula sin mesas ni sillas. Se sientan en el suelo y aprenden asignaturas a cuyo acceso tienen prohibido. Cuando vienen talibanes, algo que ha sucedido cuatro o cinco veces, dejan las libretas y se van a la habitación de al lado, como si recibieran clases de costura.

Se presentan muy dócilmente, una a una, sentadas formando un semicírculo. Sus familias saben qué van a hacer a esos centros y las apoyan. Una de ellas incluso está casada, y su marido quiere que vaya al centro porque sabe que para él y para sus futuros hijos es importante que tenga una educación. Los talibanes no pensarían igual. Les preguntamos sobre sus deseos, sobre su futuro. Quieren estudiar porque no sólo saben que es un derecho humano, sino que, convencidas de que la situación cambiará con el tiempo, quieren ayudar a su país a tirar adelante. Hablan muy bajo, con cierta timidez, pero sus palabras tienen mucha fuerza. Una de las chicas quiere ser doctora. Otra sueña con dedicarse a la pintura. Muestran una determinación que me emociona, y se me humedecen los ojos. Están arriesgándose a ir a la cárcel porque están decididas a aprender, a luchar por un futuro. Normalmente decimos que estudiamos para, según la expresión popular, «ser algo en la vida». Esta frase, en ellas, adquiere todo el sentido del mundo. Ellas realmente quieren ser, quieren existir con plena conciencia y derecho. Porque ahora, en Afganistán, son inexistentes. Las felicito de corazón, lo que hacen es admirable. Están en uno de los peores países del mundo para ser mujer y, a pesar de tenerlo todo en contra, no tienen miedo. Salgo de ahí conmovido. ¡Qué entereza, qué valentía!

Subimos al despacho y nos invitan a arroz y pollo frito. Zuhal nos explica que en esta escuela clandestina también reciben apoyo psicológico para trabajar, entre otros aspectos, la autoestima. Es importante que aprendan ecuaciones o gramática, pero no hay que olvidar que son chicas que tienen prohibido estudiar, que están obligadas a casarse con quien su padre quiera y que su futuro, seguramente, se encuentra encerrado entre las cuatro paredes de su casa. Y cuando salgan, verán el mundo sólo a través de la rejilla del burka. Es una condena de por vida sin juicio, únicamente dictada por la ley islámica interpretada por los talibanes.

Página web de la ONG: https://pontsperlapau.org/

Donativos: https://pontsperlapau.org/colabora/haz-un-donativo/

2 respuestas a «La escuela clandestina de Kabul»

Deja un comentario