Guatemala

Libro durante el viaje: Leyendas de Guatemala (Miguel Ángel Asturias)

Tenía una deuda pendiente con Guatemala desde hacía varios años. En agosto del 2016 estuve a punto de viajar a ese país, pero opté por Nicaragua. A pesar de que el primero puede ser «objetivamente» más interesante, con ruinas mayas (que en Nicaragua no hay) y paisajes más bonitos, me decidí por un lugar más virgen y menos explotado turísticamente. Guatemala siempre quedó ahí, como segunda o tercera opción, ya que siempre acababa escogiendo algún país de África o Asia. Hasta hace poco.

Precisamente, viajar bastante a esos continentes y conocer y disfrutar de sus grandes variedades étnicas es lo que me hizo optar, esta vez sí, por Guatemala: porque tenía ganas de ir a Centroamérica, a dónde no viajaba desde hacía años, y porque, sobre todo, me motivaba desde un punto de vista etnológico. Ya vi ciudades coloniales en Nicaragua y también en México en el 2017, donde también pude visitar ruinas pre-hispánicas. Pero el haber disfrutado de tantísimas etnias últimamente en lugares como Benín, Pakistán, Nepal, Burkina Faso, Kirguistán, Nigeria, Sudán y tantos otros países, todas ellas con sus particularidades (características faciales, formas de vestir, lenguas…), me motivó querer conocer, al otro lado del Atlántico, un país desde este punto de vista. Porque cada vez, más que los monumentos o ruinas, por increíbles que sean, o incluso más que los paisajes, lo que me interesan son las diferentes culturas. Y, si tienen rasgos fisiológicos y de vestimenta que las caracteriza y las diferencia de los nuestros, entonces existe un claro aliciente para viajar a ese lugar.

Y así es como me interesó Guatemala: quería vivir su lado «étnico» (en su caso, lo indígena, lo que perduró tras la invasión española). Lógicamente también me interesaban sus lugares patrimonio mundial de la Unesco, como Antigua o las ruinas mayas de Tikal. La primera es una ciudad colonial que fue capital duante la época española y que fue destruida por un terremoto en 1773, dejando en ruinas conventos e iglesias en un panorama actualmente encantador, y más por su situación, rodeada de volcanes. Lo segundo, en el estado de Petén, al norte del país y situado en una reserva de la biosfera, son algunos de los yacimientos mayas más importantes del mundo: el que fue una ciudad-estado avanzada a su tiempo en materia de astronomía y agricultura y cuyos motivos de su desaparición siguen siendo un misterio.

En Antigua, situada a una hora de la capital, Ciudad de Guatemala, pasé un par de días, resarciéndome del jet lag, disfrutando de su cuidado (y turístico) centro histórico, andando por calles empedradas de casas con fachadas de colores. Tuerces una esquina y te encuentras la imagen de un volcán de fondo, o de un edificio religioso en ruinas; es un lugar tranquilo que brinda bonitas imágenes, aunque eché de menos algo de carácter local. En la segunda mañana allí aproveché para hacer una excursión al volcán Pacaya, uno de los tres en activo del total de 34 que hay en el país.

En Tikal pasé otros dos días más, disfrutando de los impresionantes templos mayas y, sobre todo, de su naturaleza inigualable. Despertarse a las 4:00 de la madrugada por los gritos de los monos aulladores es fascinante y algo sobrecogedor. Entré al recinto justo cuando abrían, a las 6:00, con lo que pude disfrutar, entre los sonidos de la jungla y completamente solo, de las ruinas de esa antigua civilización que, de algún modo, sigue aún viva. Escuchar (y ver) esos pájaros, entre ellos los tucanes, tan coloridos y que parece que sólo existan en los documentales de la televisión, es algo indescriptible. También pude contemplar capibaras, coatíes, monos araña y muchos otros animales en el que fue uno de los mejores momentos de todo el viaje. Una jornada inolvidable en la que pude contemplar los espectaculares templos de ese período tan fascinante y a la vez gozar de una naturaleza tan diferente a la que estamos acostumbrados.

La familia en cuya casa me había alojado en Antigua me llevó desde el aeropuerto hasta el lago Atitlán, a unas tres horas, en un trayecto entretenido. Me hablaron sobre la emigración a Estados Unidos: quien más quien menos conoce a alguien que ha ido allí a buscarse la vida, sea de manera legal o saltando el muro: el mismo padre del hombre de la familia había fundado un restaurante guatemalteco en Texas, aunque no tenía permiso de trabajo, porque se le había acabado el visado de turista que consiguió gracias a su abuelo, muy próximo a la familia propietaria de Pollos Campero, la versión local del KFC y, por tanto, muy bien conectado económicamente. La ruta también se hizo amena porque un policía nos paró y obligó a la familia a pagar una mordida para poder seguir bajo el pretexto de no tener la documentación en papel del coche; una documentación que, me dijeron, ellos tenían digitalmente, y era igualmente válida. Hicieron bien en cuadrarse y no dar nada, mientras que el policía, que me llamó «patrón», miraba con curiosidad (y algo de suspicacia) mi carnet de la Sanidad catalana.

El lago Atitlán es un lugar de enorme interés por cuanto se juntan dos de los alicientes principales del país: por un lado, la naturaleza, ya que además está rodeado de volcanes y, por otro, la cultura pre-hispánica: en sus orillas hay varios pueblos, algunos de los cuales conservan aún ritos antiguos y las mujeres visten a la manera tradicional. Fue en uno de esos pueblos, San Juan Laguna, precisamente donde me alojaba, donde pude asistir a un ritual de purificación espiritual, del que de hecho fui protagonista, a cargo de un chamán. No fue fácil encontrarlo, pero a base de preguntar y preguntar, Gaspar, un guía local, tras enseñarme cómo tocaba algunos instrumentos de viento (también formaba parte de un grupo de música tradicional indígena), me llevó a casa de un sacerdote maya. Éste me habló mucho acerca de su religión, no sin cierto resentimiento hacia los españoles («no tienen espíritu») y el catolicismo («para ellos, el fuego se asocia al Diablo… para nosotros, el fuego es positivo, porque purifica»). En ningún momento sentí animadversión de los guatemaltecos hacia los españoles por la invasión de éstos hace más de 500 años, a cargo de Pedro Alvarado, un enviado de Hernán Cortés, que acababa de conquistar México, aunque en esas palabras del sacerdote sí que noté cierto resquemor. El chamán me citó para la tarde y, tras visitar algunos pueblos del lago desplazándome entre ellos en lancha o haciendo senderismo y disfrutando de vistas espectaculares, acudí a la cita puntualmente.

El hombre dispuso varios objetos (madera de pino, chocolate, velas blancas y resina de copal, un árbol tropical de la familia del algarrobo, entre otros) encima de un altar bajo y circular, hecho de piedra, y los quemó mientras iba diciendo unas oraciones en tz’utujil, el idioma maya que se habla en esa región del Altiplano, donde se ubica el lago Atitlán, y que es una de las 22 lenguas pre-hispánicas que aún se conservan en Guatemala. Realmente fue un momento increíble. El sacerdote interpreta el humo y se comunica con el nahual, el espíritu protector según la religión maya que adquirimos al nacer y que se encargará de protegernos el resto de nuestras vidas. No sé si ese espíritu entró en mi cuerpo o no, pero me dejó muy satisfecho por la experiencia viajera que acababa de vivir.

Este ritual fue algo excepcional, puesto que, al menos a simple vista, no se ven demostraciones religiosas públicas puramente mayas. La mayoría de los guatemaltecos son cristianos y, en todo caso, creyentes y practicantes de ambas religiones. No es algo extraño: en muchos países africanos mucha gente es católica o musulmana y, a la vez, seguidora del animismo. En Guatemala se da especialmente un sincretismo que encontré muy interesante en esa zona del Altiplano, y concretamente alrededor de Quetzaltenango, la segunda ciudad más grande del país y por donde continuaría la ruta. Es la capital de la zona quiché, que es la etnia maya más populosa de Guatemala, y cuyo idioma es hablado por unos dos millones de habitantes.

Tras dos magníficos días en San Juan Laguna, un pueblecito pintoresco, de casas con fachadas de colores vivos, cementerio con lápidas también pintadas (como muchos en Guatemala) y gente encantadora con vestimentas tradicionales, rodeado de plantaciones de café, plátanos y aguacates y otras frutas tropicales, tomé un «chicken bus» para proseguir el viaje. Llamados así porque la gente va muy apelotonada (o porque a veces se usa también para llevar gallinas, hay varias versiones acerca del nombre), se trata de vehículos estadounidenses de transporte escolar ya en desuso allí, y que fueron cedidos a Guatemala y a otros países centroamericanos. Están tuneados con pinturas chillonas y miles de luces, y son una manera barata, «auténtica» y algo insegura de viajar para la integridad física de los usuarios, y no sólo porque los conductores van a una velocidad de vértigo, sino porque los altavoces escupen reaggetón a un volumen insoportable.

Quetzaltenango (o «Xela», como se la conoce allí, por «Xelajú», que es como se llama la ciudad en quiché), es una ciudad muy interesante, con edificios coloniales españoles y alemanes (éstos vinieron después) pero con apenas turistas, y rodeada por pueblecitos que conservan la tradición maya de una forma muy fuerte. El señor José es el taxista que me lleva a San Andrés Xejul, que destaca por la fachada de su catedral, totalmente surrealista y donde, entre otros, hay esculpidos unos jaguares que rascan una columna y unos ángeles que llevan botas. Pregunto a José sobre dos de los temas que más me interesan: la religión maya («mi abuelo descubrió en su jardín unas estatuillas antiguas, y el lugar se convirtió en un sitio de peregrinación donde la gente quemaba cosas como ofrendas y se curaba…así que yo ni creo, ni tampoco dejo de creer») y la emigración a Estados Unidos: me explica que consiguió un visado de turista pero aprovechó para trabajar unos meses en un lavado de coches, en Arizona, cobrando la mitad que un estadounidense. Como él, mucha otra gente. Pero ahora jugándose la vida saltando el muro. «Antes era más fácil, solo había que atravesar andando el puro desierto».

En San Andrés Xecul es donde encuentro una de las muestras de sincretismo religioso de las que hablaba antes: tras contemplar la increíble fachada de la iglesia, empiezo a andar pueblo arriba y doy con un lugar que resulta ser un altar maya, pero con una cruz cristiana. Como el chamán del día anterior, también hay gente quemando chocolate, resina y velas blancas y, aquí, además huevos, galletas y otras cosas. Le pregunto a un hombre y me explica que rezan primero a Dios y luego a los nahuales. Tiene un negocio de ropa y acude allí para pedir prosperidad para su negocio «y que no haya envidias».

Por la tarde, voy a otro de los pueblos de la región, Zunil. La fachada de su iglesia también es muy destacable (cómo sería la otra si ésta, de estilo Barroco, parece comedida), aunque me interesa sobre todo visitar su cementerio, de un colorido espectacular. Busco la figura de Maximón, o San Simón: de nuevo, otra muestra de unión de ambas religiones. En ese camposanto católico, se encuentra una estatuilla a la que la gente venera, da cigarrillos y bebidas alcohólicas y pide que se cumplan sus deseos. Pregunto a varios parroquianos, pero no saben, o no quieren, decirme dónde está.

A la vuelta, sube al chicken bus un predicador que alerta en contra de la promiscuidad sexual explicando la historia del adulterio del rey David y su amante Betsabé. Este tipo de personajes son muy habituales en los transportes y más todavía en los mercados donde, micro en mano, se dedican a difundir la palabra de Dios entre puestos de frutas y verduras. En el caso que me ocupaba, además de amenizar el trayecto, consiguió que el conductor bajara el volumen de la música, así que el sacrificio de Urias el Hitita, esposo de Betsabé y a quien el rey mandó matar para esconder su pecado, no fue del todo en vano.

Vuelvo a Antigua, a unas cuatro horas de Quetzaltenango, para pasar mi última tarde en el país. Allí, en su pulcro centro, las indígenas ataviadas con sus vestidos tradicionales venden artesanía a los turistas. ¡Qué contraste con la «autenticidad» que he podido ver los días anteriores! Supongo que eso ejemplifica la dicotomía de un país que siempre ha querido preservar su identidad (algunos de los mejores momentos de mi viaje fueron simplemente el escuchar por la calle las diferentes lenguas mayas) a la vez que se vio obligado, por necesidad impuesta, a doblegarse a lo exterior: primero a los españoles y, actualmente, a los estadounidenses. Miles de emigrantes se juegan la vida vajando a ese país que marca el precio al que compra el café, bajo amenaza de buscarse otro país proveedor. Cuando pregunté a Gaspar por qué no se compra maquinaria para convertir el fruto del café en el molido para hacer la bebiday así no depender tanto del exterior, me dijo resignadamente que nadie quiere invertir y jugarse su dinero. Y como Nigeria, gran productor de crudo pero que compra la gasolina porque no la refina, Guatemala vende su materia prima al precio que marcan los que la tratan. No acaban ahí las lindezas de los norteamericanos. La CIA organizó un golpe de estado en 1954 para acabar con el presidente elegido democráticamente por los guatemaltecos para favorecer a los intereses de la United Fruit Company. Un golpe militar y un chantaje económico con el precio del café. A cambio, algunos autobes desvencijados. Se ven gorras de equipos de béisbol yankees por doquier, eso sí. Muchas ciudades de Guatemala han sido arrasadas por terremotos y volcanes. Pero sin duda las peores desgracias que ha sufrido ni eran naturales ni venían de su propia tierra.

Tras acabar de leer «Leyendas de Guatemala», de Miguel Ángel Asturias, del único premio Nobel de literatura que tiene el país, me pongo con «Viaje a Rusia en 1925», de Josep Pla. Como en los viajes, con los libros también me gusta ir alternando de continente (que, además, me permiten también cambiar de época). Pla habla de otro país, que tiene poco que ver, y de otro tiempo, que aún tiene menos que ver, con Guatemala. Pero una frase suya me recuerda a mi mirada y uno de los principales propósitos de este y todos mis viajes: ver lo diferente, observar lo que se ha podido conservar, por suerte, tras siglos de colonizaciones, invasiones e imperialismos. Pla pasea por Moscú y escribe que «el hecho de que los rusos no lleven americana ni corbata ni armilla , y vayan con camisa clara y cinturón de cuero, cambia todo el aspecto occidental que podría tener la ciudad». Paseando por Antigua o por Quetzaltenango, de arquitectura española, la consciencia de estar un un lugar extranjero viene de ver (y escuchar) lo maya: los vestidos sin mangas de las mujeres, llamados «huipiles», de colores vivos y bellos motivos, entre ellos el quetzal, el pájaro nacional por excelencia por ser de los más bellos del mundo.

Guatemala me ha mostrado, desde la autenticidad sincera y la educación exquisita, y en un marco natural incomparable, su idiosincrasia… algo tan diferente a lo que estoy acostumbrado pero con lo que que, además, he podido conectar. Sin esa indumentaria tradicional, sin ese lenguaje propio, sin esos rasgos característicos que han perdurado, el mundo sería un lugar homogéneo, Y si así lo fuera, viajar, al menos para mí, perdería todo el sentido.

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