Literatura de viajes

No soy muy aficionado a la literatura de viajes. Me encanta viajar, claro está, y me encanta la literatura. Pero no leo demasiados libros de viajes. La literatura en torno a ello no me interesa. Quizás en parte por algo de envidia, quizás porque considero la experencia del viaje algo tan personal e intransferible que no quiero conocer la del otro y, aquí no hay un quizás sino un sobre todo, porque huyo del moralismo y del sentido aleccionador: «viajar es vivir», «viajar transforma», etc…

Con todo, he hecho excepciones, por supuesto, sobre todo durante esta época en la que viajar es difícil. Me encantó «Un adivino me dijo», de Tiziano Ternani, porque cuenta una historia real pero con mucho sentido de la narrativa, y donde el viaje no es la finalidad, sino el marco. Por supuesto, seguí con Kapuscinksy, aunque realmente no es un novelista de viajes: esa mezcla de hechos objetivos y su experiencia personal es magnífica. Al respecto del gran reportero polaco, ha habido polémica al ser acusado de haber «novelizado» situaciones, cuando no de inventarse personajes…No le veo el mayor problema…nadie dice que tenga que contar exactamente lo que ve y cómo lo ve…la objetividad es imposible, como lo es para un documentalista de cine: la elección del punto de vista, el montaje, lo que se decide mostrar…todo parte de la subjetividad. Quien lo ha hecho debe tener la misma mentalidad de quien busca los errores históricos en las novelas, sin entender que se trata de ficciones. Como dijo Javier Aparicio, mi profesor de literatura en la facultad de Humanidades, «esta gente no ha entendido nada».

Estos meses he leído también a dos italianos: «Las ciudades invisibles», de Italo Calvino (curioso por cuanto habla de ciudades que no existen) y «Viajes y otros viajes», de Antonio Tabucchi, interesante recopilación de crónicas de sus vivencias en varios lugares del mundo, llenas de conocimiento y pasión.

Y se da la circunstancia de que la mañana en la que acabé «El gran bazar del ferrocarril», del estadounidense Paul Theroux, murió Javier Reverte, gran escritor de viajes. Me gustó su «El sueño de África», a pesar de que le reprocho cierta equidistancia a la hora de hablar sobre las matanzas de animales en la época colonial (y soy muy benevolente, porque diría que en varias ocasiones las justifica). La novela de Theroux, considerada toda una referencia en el género, me ha decepcionado mucho.

Theroux narra el viaje que durante cuatro meses realizó en tren entre Londres y el sudeste asiático, y luego desde el este de Rusia de nuevo a su lugar de origen. Sería de suponer que alguien que se embarca en un viaje tan apasionante mostraría un mínimo interés por los lugares por los que pasa. Pues no. La sorpresa estriba en que parece que Theroux lo pase mal a cada momento, además de no mostrar nada de inquietud acerca de lo que va viendo. Lo peor es que no es lo que pretende, pero es lo que transmite. No hay un distanciamiento irónico que al menos dotaría de originalidad al punto de vista. No hay una autoparodia como la de Nigel Barley en «El antropólogo inocente», que las pasa canutas en una tribu en Camerún pero nunca la critica. No, lo peor es que lo expresa es lo que le nace, y no se da cuenta. Él mismo reconoce que permanece poco tiempo en cada ciudad y, a pesar de ello, no tiene ningún miramento en valorarla (negativamente en la mayoría de los casos). Se aferra al tren como una droga, cosa que me parece admirable, pero su sentido de observador y su interés por lo etnográfico se limita a tratar con otros viajeros de su mismo nivel sociocultural.

Lo que podría haber sido un relato excitante por la Asia del año 1970 no deja de ser un compendio de quejas sobre lo sucios que están los trenes en la India (a pesar de que él viaja siempre en primera clase), cuando no sobre los sitios que «visita»: Irán no le interesa lo más mínimo, de Afganistán dice, textualmente, que «es un asco», la maravillosa Lahore (en Pakistán), para él «no está mal», aborrece Singapur por su pulcritud (en un acto de incoherencia total), de los sijs sólo explica los chistes que se hacen de ellos en Canadá, a las barabaridades de su compatriotas en Vietnam dedica sólo dos páginas y sin ningun ápice de autocrítica, se queja del frío en el Transiberiano y es capaz de sacar conclusiones del carácter de los japoneses a pesar de que sólo está ahí de paso y poco tiempo. Entre tren y tren se dedica a impartir conferencias sobre literatura norteamericana, de la que es profesor universitario.

Cuando uno va por la página 300 ya se pregunta por qué narices hace ese viaje si parece que lo esté pasando tan mal en todo momento y en la 350 ya casi deseas que le atropelle alguno de los trenes que tanto critica (cosa que sabes que no pasará porque eres consciente de que es una autobiografía, lo cual no sé si es un atenuante o un agravante a lo que transmite). En cada ciudad no está más de unas pocas horas y a pesar de ello las juzga y critica (algo opuesto a lo que preconiza el «mindfulness» o, en su versión viajera, el «tripfulness», ese palabro que he tenido a bien inventar), en lo que no deja de ser, bajo la apariencia de una gran aventura vital, una versión sobre raíles de los modernos cruceros.

Por la tarde, empiezo un nuevo libro. Otro de experiencias personales. Otro, de algún modo, sobre viajes. Pero muy diferente: «Nadie de nosotros volverá», de Charlotte Delbo (en su edición en catalán). Me fascinó su «La medida de nuestros días» y he querido seguir a esta autora que narra su experiencia en Auschwitz como superviviente del holocausto, ofreciendo toda una lección de poesía, verdad y vida. Ya en la primera página, leo «Hay gente que llega. Buscan con los ojos, entre todos los que esperan, a los que les esperan. Les besan y les dicen que están cansados por el viaje (…) Pero hay una estación donde los que llegan son justamente los que se marchan. Una estación donde los que llegan no han llegado nunca, donde los que se han ido no han vuelto nunca (…) Han llegado después de atravesar países enteros (…) Todos han traído lo más valioso que tenían porque creían que les sería útil (…) Todos han traído su vida, era su vida lo que tenían que llevar».

Theroux se queja de todo desde la comodidad de su vagón de primera clase. Quizás es una metáfora…viaja en tren…viaja sin pisar la tierra por donde pasa. Sabes la ruta que hace y sabes dónde va…pero en ningún momento sabes, con su postura crítica, dónde quiere llegar.

Quizás por esto no me gusta la literatura de viajes.

Porque sacan lecciones de vida de algo que, en el fondo, no deja de ser una ficción.

Porque el viaje en tren que lleva al campo de concentración no tiene nada de imaginario.

4 respuestas a «Literatura de viajes»

  1. Totalment d,acord en este post, també he llegit El Tao del Viajero, pero era un llibre recopilatori, suposo facil de fer per un veterá escritor. I estic d,acord en la terrible visió dels viatjes de Paul Theroux en el «Ferrocarril..». Sincerament crec que s,hauria de dedicar a un altra cosa. No comparteixo practicament res de lo que diu, i aixo sempre es bo, me fa escullir, i m,ensenya el cami a no seguir… Me va pasar en la arquitectura també. Per altra banda, penso que no es temps de viatjes i estem patint perque no fem lo que estimem, pero pot ser temps de reflexio i lectura. No soc capaç de sortir ara mateix, veient a la gent patint i en alguns morts coneguts al meu voltant… Si algo he aprés dels viatjes, es a ser responsable i solidari en l,entorn. Me tindré que adaptar…. el meu cap es nómada. Salut amic

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    1. Exacte, i un viatger ho sap: la vida, com el viatge, és impredecible. La gràcia no és patir per buscar seguretat, sino saber adaptar-se. Ara cal aceptar la situació i viatjar amb la ment, els llibres…o la ràdio. Felicitats pel programa sobre el Maestrat i, com sempre, gràcies per llegir-me i comentar.

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