Arabia Saudí (avance editorial y galería fotográfica)

Llego al hotel y en la habitación, por mera curiosidad, busco la indicación de la dirección de La Meca. En todos los países musulmanes está señalada con una flecha, para que los clientes sepan hacia qué dirección rezar. El lugar más sagrado del islam está a tan solo ochenta quilómetros y me preguntaba cómo lo indicarían. Veo que aquí son más específicos: pone “Qibla”, que es la dirección de la Kaaba, la construcción en forma de cubo situada en la Gran Mezquita de ese lugar, y un dibujo de ésta. Curiosamente, no siempre fue así: al principio, para atraer a los judíos a la nueva fe, Mahoma adoptó el rezo encarado hacia Jerusalén, que fue de este modo la primera alquibla (dirección hacia la que se ora) y es la tercera ciudad sagrada para el islam porque desde aquí el Profeta ascendió a los cielos.

El islam es la religión mayoritaria en Oriente Próximo y saber que estoy en el lugar donde nació es realmente emocionante, como emocionante es saber que acabo de llegar a una de las potencias regionales, rival de la también sunita Turquía y archienemigo de Irán, el mayor país chiita. He leído que es un país que se está desarrollando a una velocidad de vértigo y ver si sus infraestructuras son tan avanzadas no me es un aliciente tan interesante como ver si también ha avanzado en cuestiones sociales. ¿Se encamina hacia la igualdad entre hombres y mujeres? ¿Cómo está el tema de los derechos humanos? En Arabia Saudí la Primavera Árabe no tuvo ninguna repercusión: el gobierno, en aquel momento y gracias a la enorme riqueza del país, gastó una fortuna en ayudas sociales a modo preventivo para desincentivar las protestas. Por otro lado, es un país que siempre ha parecido jugar a dos bandas: aliado de Occidente, pero al mismo tiempo financiador del terrorismo. Sí, me acuesto emocionado por ver qué me deparará este lugar tan importante en el orden mundial actual, este país lleno de contradicciones.

Un país lleno de contradicciones, con una historia apasionante y complicada que podría centrarse, aunque resumiendo mucho, en la disputa por el poder entre dos grupos enemigos: por un lado, los externos (otomanos contra árabes); por el otro, los internos. Lo primero es algo recurrente en la región. Lo segundo no es menos apasionante: las hostilidades entre los hachemitas, que custodiaban los lugares santos desde el siglo X y que eran los descendientes de Mahoma, y la casa de los Saud, que dio nombre al estado actual y es la monarquía gobernante. Al estallar la Primera Guerra Mundial, los británicos convencieron a Husayn bin Ali (nada que ver con el mártir chiita), hachemita y último jerife de La Meca, de que Arabia se pusiera de su lado a cambio de protegerla ante los otomanos y crear un Estado propio para los árabes que ocupara toda la región, con capital en Damasco. La historia tiende a repetirse, y me acuerdo de nuevo de Munir, el guía de Siria, y su pronóstico de una futura guerra entre Arabia Saudí y Turquía. La rebelión árabe contra éstos estalló en 1916: liberaron La Meca y tres años más tarde Medina, y Husayn fue nombrado rey de los árabes, lo cual no agradó a la familia Saud.

Las promesas inglesas, con todo, eran falsas, y Gran Bretaña y Francia se repartieron el Oriente Próximo con los Acuerdos de Sykes-Picot. Los hijos de Husayn, Faysal y Abd Allah, fueron coronados reyes “títeres” de Irak y Transjordania (posteriormente rebautizada como “Jordania”) respectivamente, dos Estados creados artificialmente. Los saudíes, con Abudlaziz Ibn Saud -el fundador de Arabia Saudí- a la cabeza, cogieron impulso. Los británicos no ayudaron a Husayn y éste tuvo que huir a Chipre. Desde entonces, la casa de Saud gobierna el país como una monarquía teocrática, y su poder aún se vio más reforzado gracias al crecimiento económico fruto del descubrimiento del petróleo en los años 30 del siglo XX. Ese momento, el final de la Primera Guerra Mundial, fue un punto clave para todo el Oriente Próximo. Con el fin del Imperio otomano desapareció también el tercero de los grandes imperios islámicos sunitas tras el omeya (661-750), con capital en Damasco, y el abasida (750-1258), con capital en Bagdad. Turquía, con Mustafá Kamal “Atatürk” a la cabeza, miró hacia Europa y se convirtió en la única república secular de la región, además de Chipre. La otra parte del Imperio otomano, la árabe, no inició el mismo proceso democratizador. Así pues, asociar Oriente Próximo a islam es lógico, pero equiparar la región a “mundo árabe” es un error. Esta cultura es fundamental en la zona, pero también hay otras “naciones” musulmanas de enorme importancia: la persa y la turca. Las tres pugnan por el poder regional y gran parte de los conflictos, de ahora y siempre, vienen de esas diferencias.

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