Armenia (galería fotográfica y avance editorial)

Tsitsernakaberd se erigió en 1968 en recuerdo de las víctimas del genocidio armenio en lo alto de una colina con vistas a toda la ciudad de Ereván. Una estela de cuarenta y cuatro metros, que simboliza el renacer del pueblo armenio, y doce losas de basalto, que representan las doce provincias perdidas en el actual territorio de Turquía y que abrazan una llama que no se apaga nunca, configuran este monumento. Observo esa llama y se me cierra el estómago. Casi un millón y medio de personas fueron obligadas a vagar por el desierto, lanzadas a una muerte segura, en la extinción premeditada de seres humanos y de una cultura entera, la armenia, que es una de las más antiguas de toda la humanidad. Un grupo de turistas rusos atiende las explicaciones de un joven guía, al que me acerco después de un rato. Samvel, que así se llama, me comenta que todos los armenios tienen algún antepasado que murió en ese drama. Todos ellos tienen familiares que descienden de migrados en la diáspora. En su caso, sus primos segundos viven en Bélgica. Armenia tiene tres millones de habitantes, mientras que ocho millones viven en el extranjero.

Por cuestiones de intereses políticos, apenas una treintena de países admiten que tuvo lugar un genocidio. La mayoría, para no enemistarse con un aliado atlantista de primer orden como es Turquía, admiten que sucedió una tragedia, pero no que fuera premeditada. El gobierno español no reconoce el genocidio, aunque los parlamentos catalán y vasco sí. Estados Unidos lo hizo en el año 2021, con la consecuente indignación de Recep Tayyip Erdogan. “Los intereses políticos y económicos prevalecen sobre la verdad”, me comenta Samvel. No puedo más que afirmar con la cabeza con resignación. Cambiamos de tema y me explica que hacer de guía le gusta, aunque no estudió para ello. Fue a la facultad de cinematografía, pero lo dejó porque no le gustaba cómo enseñaban. “El cine armenio sigue bebiendo muchísimo del soviético. Tiene mucha influencia estética e ideológica. Está muy anticuado”. Le creo. La película más famosa de la historia del país es El color de la granada, un extrañísimo filme de 1969 sin argumento y donde únicamente hay una sucesión de escenas que son como cuadros pictóricos en movimiento. Le pregunto lo mismo que a mucha gente de Europa del este y el Cáucaso: ¿Os gustaría entrar en la Unión Europea? “A mí sí. A los jóvenes sí. Pero a Rusia no le haría gracia. No entraremos en Europa antes de cien años”.

Me despido de Samvel y emprendo un camino lateral colina abajo. Tras andar unos diez minutos, me cruzo con un hombre. Me para y me saluda estrechándome la mano. Mijaíl es un anciano que me cuenta que estuvo trabajando en la construcción del monumento. O algo así me parece entender, ya que lo hace por señas al no hablar inglés. Lo que sí me queda claro es cuando, con tristeza, me dice que son pobres. Menciona a Turquía y se lleva la mano al cuello, como ahogándose, para indicarme que el vecino del norte los asfixia. Menciona Azerbaiyán, y hace como que dispara. Eso se entiende perfectamente. Efectivamente, Armenia tiene grandes limitaciones geopolíticas. El 80% de su comercio tiene que hacerlo con Georgia, mientras que el 90% de su gas proviene de Rusia, y el restante de Irán. De este país vienen, además, muchísimas personas a beber alcohol. Armenia compra el gas a Rusia pero, como me explicará el propietario del hostal de Tiflis, donde acabaré el viaje, “esto no puede ser una excusa para la dependencia que tienen”. Comprar gas, para él, no deja de ser un negocio que podrían hacer con cualquier otro país. La verdad es que, a pesar de compartir religión cristiana en una región rodeada por el islam, Georgia y Armenia tienen visiones políticas muy diferentes. De hecho, Armenia siempre estuvo cómoda dentro de la URSS, mientras que Georgia no. En Tiflis veré muchísimas banderas de Ucrania y pintadas en las paredes en contra de Putin. Y también mucho miedo a una invasión rusa. En Ereván no he visto nada de eso.

Mijaíl me pide dinero. Tiene los ojos rojos, pero no sé si por tristeza o porque ha estado bebiendo brandy que, me cuenta, fabrica él mismo. Durante la época soviética, se obligó a Armenia, a pesar de que en este país se descubrió la primera bodega de vino de la historia (y, como curiosidad irrelevante, también el primer zapato), a especializarse en brandy, mientras que a su vecino del norte le tocó dedicarse a la vinicultura. “Niet, Mijaíl”, le digo en ruso y con pena. Me sabe muy mal por él y por el pueblo armenio en general, que parece que encadene una desgracia tras otra. La comedia humana, el libro que estoy leyendo durante el viaje, trata sobre un chico que, a la salida del colegio, por las tardes, trabaja repartiendo cartas. Su hermano está luchando en la Primera Guerra Mundial. La mayoría de sobres que reparte contienen telegramas donde se informa a las familias de que su hijo ha fallecido. A pesar de que parece claro prever cómo acabará la historia, yo no lo hice en ningún momento. Armenia, un pequeñísimo país situado entre vecinos poderosísimos como Rusia, Turquía e Irán, parece predestinada a lo peor. Pero, como me ocurre con el libro, no puedo, o quizás no quiero, saber qué desgraciado futuro le depara.

La ausencia de otros huéspedes y de ventanas a la calle hace que no oiga ningún ruido, lo que me permite dormir nueve horas seguidas, algo poco habitual en mí. Me levanto y subo a la parte de la casa donde vive la familia propietaria del hostal. Hoy también está por ahí Arsen, el conductor con pinta de persona de hace un siglo, así como el padre. Ludmila me sirve el desayuno (pastel de zanahoria, café, queso y dos huevos fritos con eneldo) y me dirijo a la estación de Kilikia. El objetivo de hoy es, para variar, visitar monasterios.

(El artículo completo aparecerá en mi próximo libro)

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