Un largo (y largamente esperado) viaje

Hacía años que quería hacer un viaje por Latinoamérica. Irme sin billete de regreso. Tener una ruta más o menos pensada pero ir improvisando sobre la marcha. Estar a gusto en un sitio y quedarse más tiempo. No gustarme un lugar y marcharme en cuanto pudiera. Y así ha sido.

Mi idea inicial era empezar por Colombia, pero ya que tenía que cruzar el océano, pensé que estaría bien volver a la Ciudad de México primero. Uno de mis lugares favoritos del mundo, un lugar en el que te puedes pasar semanas sin aburrirte. Un lugar variado, con barrios muy diferenciados, con una gran oferta cultural y donde se come excelentemente. Y así fue, empecé la ruta estando una semana por quinta vez en la capital de México.

Los planes ya habían cambiado antes de empezar, así que…¿por qué no seguir la tendencia? Podía volar a Colombia directamente, o podía hacer una parada de una semana en El salvador, ahora que ha pasado de ser el país más inseguro de Centroamérica al más seguro gracias a las políticas penitenciarias de Bukele. Estuve en 2016 en Nicaragua y en 2021 en Guatemala. Por tanto, siguiendo esta progresión de visitar cada cuatro años algún país del istmo, volé a San Salvador.

Quizás no tenga tantos atractivos como sus vecinos arriba mencionados, pero El Salvador es un país interesante, tanto a nivel paisajístico y cultural como político. Con el polémico presidente actual la seguridad es prácticamente total, y casi todo el mundo que me encontré alabo su estrategia de tolerancia cero con los pandilleros. Pero también vi muchísima gente que percibe que el país se encamina de algún modo hacia una dictadura “de izquierdas, como la de Venezuela”, como me dijeron. Es muy fácil viajar por este país pequeño; los coloridos y ruidosos autobuses salen con frecuencia hacia todos los pueblos. Lo más destacado, a mi entender, es el volcán Ilamatepec, con un lago de color azul turquesa en su interior, y el encantador pueblo colonial de Suchitoto. Me sorprendió gratamente la capital, San Salvador; su centro tiene más atractivo de lo que me esperaba. Es un país prácticamente sin turistas y para mí a estas alturas esto ya es un valor en sí mismo.

Y entonces sí, de ahí volé a Colombia para empezar la parte sudamericana del viaje. Estuve un mes en este país. Al explicarlo, lo primero que da por hecho la gente es que fui a Cartagena. Pero no. No me motivaba. Las ciudades coloniales no eran mi principal aliciente para visitar este país, y menos la más turística de ellas.

La ruta fue la siguiente: Bogotá-Villa de Leyva y el PN Santuario de Iguaque-Monguí y el Páramo de Ocetá-Barichara-San Gil-Bucaramanga-Medellín-Eje Cafetero-Cali-Popayán-Parque arqueológico de Tierradentro-San Agustín-Mocoa-La hormiga. De allí crucé a Ecuador. En total, 23 autobuses, algún que otro autostop y varios miles de quilómetros recorridos.

La conclusión a la que llegué es similar a la de mis últimas experiencias viajeras: lo que más me ha gustado ha sido aquello realmente novedoso, que no he podido comparar anteriormente. Porque las ciudades coloniales me han gustado mucho, pero no me han sorprendido, porque de algún modo algo similar se puede encontrar en España: fueron los españoles los que llevaron esta arquitectura hasta Hispanoamérica. Lo que más me impactó, por sorprendente, fueron, por un lado, algunos parajes únicos, como los páramos, un ecosistema que se autoabastece y se autorregula, con una flora endémica y que solo están en esta parte del mundo (me refiero al páramo de tipo tropical andino). Por otro lado, los yacimientos pre-hispánicos, especialmente el de Tierradentro, con varias tumbas subterráneas con pinturas y esculturas de más de 1200 años de antigüedad y pertenecientes a una civilización desconocida.

Conocer y ver cómo viven varios indígenas de la etnia Inga, con 15.000 miembros, ir al teatro en La candelaria de Bogotá, ver las comunas de Medellín desde lo alto del metrocable, apreciar las fascinantes y altísimas palmeras del valle de Cocora, maravillarme con la espectacular plaza mayor de Villa de Leyva o disfrutar de la excelente gastronomía fueron otras experiencias muy buenas. En definitiva, 30 días fantásticos en un país que da muchísimo más de sí y al que espero volver.

La última ciudad colombiana donde estuve, a pocos quilómetros de la frontera con Ecuador, tiene el curioso nombre de La hormiga.

Ecuador pocas veces está en el punto de mira del visitante internacional. Metido entre dos países mucho más grandes y con más atractivos turísticos como son Colombia y Perú, Ecuador pasa muy desapercibido al margen de las Galápagos.

Yo no crucé desde el acceso norte que va directo a Quito, porque quería visitar la región colombiana del Putumayo, al este del país. Crucé al país vecino por la parte suroriental de Colombia, lo cual me permitió no solo poder visitar esa zona del Amazonas, sino evitar la región norteña, donde los accesos a la capital estaban cerrados por manifestaciones indígenas debido a la eliminación del subsidio del diésel.

Ecuador fue la gran sorpresa del viaje. La parte del Amazonas está muy poco masificada: en la ciudad de Francisco de Orellana, llamada también El coca, solo vi dos agencias que organizaran excursiones. Contraté una para ir a la Reserva de Limoncocha, la más pequeña pero con mayor diversidad del pulmón verde ecuatoriano. Ahí pude ver varias especies de monos, pirañas y, lo más impactante, caimanes negros.

Quito me fascinó; es un lugar patrimonio mundial por la Unesco donde no solo hay edificios coloniales, como cabría suponer, sino también modernistas. Y algunas iglesias, como la de los jesuitas, con una decoración espectacular, incluyendo sorprendentes elementos mudéjares. Y sin apenas turismo internacional. Pero quizás lo que más me gustó fue la zona de la laguna de Quilotoa, que permite caminatas entre paisajes increíbles y pueblos andinos donde las mujeres visten al modo tradicional y donde la gente apenas sabe hablar castellano, puesto que su idioma es el quechua. Estuve ahí cuatro días inolvidables. Ecuador es una gran sorpresa que a lo sumo la gente visita como lugar de paso y casi sin expectativas, como fue mi caso, y que quizás por esto acaba fascinando y atrapando.

Volví a Quito a coger el avión para volar a Cusco. Perú es un destino de primer orden para mucha gente, pero por la razón que fuera, a mí era lo que menos me motivaba del viaje. Y el Machu Picchu, un «must» viajero mundial, no era para mí otra parada más de la ruta. Solo en diez minutos en Cusco vi más turistas que en los dos meses que llevaba de viaje. Era algo que ya me esperaba, pero no por eso me dejó de causar cierta desazón. Las famosas ruinas incas realmente impresionan y se puede decir que su fama es merecida. Tras visitar otras muy interesantes también, las de Ollantaytambo, fui en taxi compartido hasta Puno, en el lago Titicaca, para pasar la noche y cruzar el día siguiente a Bolivia.

Hacía muchísimos años que quería ir al Salar de Uyuni, una de las maravillas naturales no solo de Latinoamérica, sino del mundo entero. Así que este lugar era uno de los puntos fuertes del viaje. Por ello, las expectativas eran altas, y ya se sabe que muchas veces, cuanto más uno espera, más uno se puede decepcionar. Pero no fue así: el Salar de Uyuni es realmente espectacular, un lugar único.

Pero Bolivia tiene muchísimo más. Culturalmente es un país interesantísimo, no en vano es el país sudamericano con mayor proporción de población indígena. La mayoría de mujeres viste de forma tradicional, lo cual contrasta con las bonitas poblaciones de herencia colonial española como Potosí o Sucre, ambas declaradas Patrimonio mundial por la Unesco; esta segunda, de elegantes edificios blancos, me fascinó.

Mención aparte merece el lago Titicaca, especialmente la Isla del Sol, el lugar donde, según los incas, nació el mundo y donde pasé un par de días. La isla tiene una energía especial, se vive de forma tradicional y no hay tráfico rodado. Ver la espectacular puesta de sol con las ruinas pre-hispánicas en primer término fue uno de los momentos estelares del viaje.

La Paz me gustó hasta el punto que volví al cabo de diez días. Por su gran ambiente y mercados, por sus edificios coloniales y por la imagen de los barrios humildes de casas de ladrillo visto que llenan el Alto y que espectacularmente rodean y casi agasajan el centro de la ciudad, en la parte baja. ¡Qué país tan interesante Bolivia! Me encantó. Fascinante y único tanto a nivel cultural como de naturaleza.

De allí volé a Bogotá, a donde había estado dos meses antes. Como el vuelo a Barcelona hacía escala en la capital colombiana, aproveché para quedarme más tiempo. Recorrí de nuevo el centro histórico, volví al museo de Botero y disfruté de su animado ambiente, de los murales de La candelaria y de la exquisita y variada comida antes de volver a casa.

Casi tres meses. Nunca había hecho un viaje tan largo y realmente ha sido una gran experiencia. He visto lugares fascinantes. Algunos, mundialmente conocidos como el Salar de Uyuni o el Machu Picchu. Otros, prácticamente desconocidos pero no menos fascinantes, como la laguna de Quilotoa en Ecuador o las ruinas pre-hispánicas colombianas de Tierradentro. Una naturaleza variada, desde los Andes hasta el Amazonas pasando por los páramos colombianos, un gran número de pueblos y ciudades coloniales pero que, por su gran diversidad, nunca se me hicieron pesados ni repetitivos, gente encantadora y acogedora y un total de nueve lugares declarados Patrimonio Mundial por la Unesco…todo esto y mucho más ha sido este gran viaje.

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