Afganistán (avance editorial)

Es difícil determinar en qué momento hemos entrado en Kabul, puesto que no hemos visto ningún cartel desde que hemos salido de Peshawar. Lo intuimos porque vemos muchos cuarteles que hasta hace poco pertenecían a los Estados Unidos y que desde agosto de 2021 pasaron a manos de los talibanes. Eran pequeñas ciudades dentro de ciudades, donde no sólo vivían los militares, sino también los contratistas y otros trabajadores occidentales que se dedicaron a reconstruir el país tras invadirlo en 2001 con la excusa de buscar a Osama Bin Laden, autor ideológico de los atentados del 11-S. De hecho, para ganarse el favor de la población y ponerla en contra de los talibanes, se dilapidaron cantidades indecentes en construcciones inútiles. Algunas carreteras eran necesarias, pero el 90% de lo que se gastó se destinó a comisiones de los contratistas y a proyectos innecesarios, como escuelas u hospitales en medio de la nada y que nunca se llegaron a utilizar. Sólo en 2010, Estados Unidos “invirtió” 17 000 millones de dólares.

Kabul, así, está lleno de cuarteles militares altamente protegidos, del mismo modo que los edificios de los bancos creados en los últimos 20 años y hoy en día abandonados, con concertinas e imponentes sacos terreros atados con alambres para impedir los ataques con coches bomba. Los talibanes viven ahora en un país con una crisis económica brutal, pero con infraestructuras relativamente nuevas. De hecho, tras superar otro control policial, entramos en el barrio comercial de Kabul, Shahr-e Naw, donde se encuentra nuestro alojamiento, y nos sorprendemos: gran cantidad de restaurantes y tiendas de frutos secos, mucha iluminación y una ambientación que nos recuerda a algunas ciudades de Turquía o Irán. Pero hay algo que no me cuadra. Algo es distinto, pero no sé qué es. Caeré en ello unos días más tarde.

En el control hemos enseñado los pasaportes, han comprobado que todo está en regla y hemos continuado. Como todos, son algo rutinario, un mero trámite. En la mirada de algunos talibanes, los que menos, vi odio hacia nosotros. En la mayoría, curiosidad e indiferencia. Cumplen su cometido (comprobar si tienes el visado en regla) y punto. El país intenta legitimarse dando una imagen de cara al exterior de cierta normalidad y, sobre todo, de total seguridad. Con todo, y aunque estos talibanes son algo más permisivos que los que había en los 90, sigue habiendo situaciones gravísimas, especialmente en lo referido a los derechos de las mujeres. Se espera cierta apertura, pero nuestro viaje coincidió con el cierre de salones de belleza y al poco de volver hubo una quema de instrumentos musicales en la región de Herat por considerarse “moralmente corruptos”.

En el hotel Khyber nos recibe un chaval muy simpático con una enorme ametralladora de fabricación estadounidense. Le acabaríamos apodando “Rambo” y cogiendo cariño, puesto que allí finalmente pasaríamos un total de cinco noches. Su edad es indeterminada, y no porque sea de esas personas de las que cuesta saber cuántos años tiene. En su caso, es literal: no sabe la edad que tiene porque en Afganistán no es obligatorio que los padres registren a sus hijos al nacer, así que al preguntarle la edad nos dice que “no lo sé, más o menos entre dieciocho y veintidós”. El hotel no está mal, se supone que es un cuatro estrellas, aunque a alguno de nosotros no le funciona el ventilador y a otro no le sale agua en la ducha. Tampoco se puede pedir demasiado por 1500 afgani (unos quince euros) por persona y noche en habitación doble. Lo más destacado es que parece que familias enteras vivan allí. Supongo que hay hombres de negocios que viajan a Kabul, se instalan días en el hotel y las mujeres no salen de las habitaciones. En los pasillos hay tablas para planchar y niños jugando, corriendo o directamente tirados sobre las moquetas rojas que ocupan todo el suelo.

(EL CAPÍTULO ENTERO, EN EL PRÓXIMO LIBRO)

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