Sicilia

Oriente Próximo es una especie de polo de atracción. De manera consciente o inconsciente, te llama y te atrae. Conscientemente he estado viajando por esa convulsa región en los últimos años. Inconscientemente lo he hecho cuando, al querer desconectar de ella, viajé a Sicilia. Y es que el sur de Italia es si a caso lo más árabe que uno puede encontrar en la Unión Europea.

La ubicación estratégica de la que es la isla más grande del Mediterráneo hace que sea uno de los puntos de unión de Europa con África y Asia. Griegos y romanos la ocuparon, pero también lo hicieron pueblos de Asia occidental como los fenicios y los bizantinos, que estuvieron allí nada menos que cuatro siglos. Por su parte, los sarracenos dejaron una impronta importantísima en el siglo IX.

¿Dónde se puede ver toda esa amalgama cultural? La extraordinaria Capilla Palatina del Palacio Real de Palermo es una maravilla que fusiona ambas culturas. Mandada construir por Rogelio II en 1238, es una obra maestra del arte normando que aúna los fantásticos mosaicos bizantinos con un techo de madera decorado con mucarnas, un elemento clásico del arte islámico que imita a las estalactitas. Me tiré una hora y media en este lugar, al principio abarrotado de gente, hasta que conseguí quedarme el último y disfrutar en soledad, justo cuando ya cerraban, de esta inimitable e inimitada obra. Y es algo literal. Otros fantásticos lugares bizantinos, decorados con mosaicos con las características tonalidades doradas, como pueden ser los de Estambul o los de San Vital de Rávena, no contienen esos elementos arabescos. Por cierto, el editor de textos Word me marca la palabra «inimitada» como errónea. La busco y, efectivamente, no existe. Creo que sólo por la Capilla Palatina de Palermo merece que pidamos a la RAE que ese palabro forme parte del diccionario.

Salgo de contemplar esta maravilla, empiezo a bajar por la principal calle peatonal de Palermo, la Via Vittorio Emmanuelle, y llego en cinco minutos a la catedral, otra obra maestra de la arquitectura árabe-normanda. Pero lo más alucinante es que a lado y lado del edificio, se extienden los populares barrios de Albergheria y Capo y, en ellos, como es domingo, las familias hacen barbacoa en sus estrechas y depauperadas calles. Sacan unos grandes bafles y hacen sonar música pop italiana y reguetón a todo volumen. El padre de familia asa pollo, salchichas e intestinos mientras los niños juegan y la «mamma» por un día no cocina pasta, sino que se sienta en una silla de plástico mientras yo me pregunto cómo puede ser que no se vuelva sorda (o quizás ya lo es) y cómo puede ser que esto forme parte de la Unión Europea.

La basura decora cualquier rincón y las paredes están llenas de fotografías de jóvenes fallecidos. No tengo ni idea si tiene algo que ver con la mafia o no, y tampoco quiero preguntar. En Palermo la gente vende cosas de segunda, tercera o cuarta mano en la calle, y la comida se expone al aire libre, sin ningún tipo de refrigeración, igual que en Oriente Próximo y en África. De hecho, justo al lado del barrio palermitano de la Albergheria, está el de Ballaro, que viene a ser lo mismo pero quien hace barbacoa y vende cosas en mantas sobre el suelo son negros. Pero la música que suena es igual. Eso es integración.

En Catania, la segunda población más importante de la isla, situada a dos horas y media en autocar, el contraste del ambiente callejero no se da con los magníficos edificios árabe-normandos, sino con los edificios barrocos, pero para el caso es lo mismo. La ciudad fue arrasada por la erupción del volcán Etna en 1669 y reconstruida con piedra volcánica siguiendo el estilo arquitectónico de la época. Decenas de iglesias barrocas pueblan esta ciudad, de estructura más planificada que Palermo pero igual de canalla, a cuyos pies se despliegan unos mercadillos de baratijas a modo de zoco árabe. Las antigüedades, los carteles de las tiendas, los balcones que se caen… Catania es una ciudad anclada en los años 50 y 60 del siglo pasado. Unos niños de aspecto agitanado tocan la trompeta subidos a un saliente de la fachada de una iglesia. Una anciana les recrimina la falta de respeto, y más ahora, que estamos en Pascua. Pasa un coche de los carabinieri, frena un poco pero continúa. Los chavales se ríen de la mujer. Varias personas se unen al tumulto. Pasa otro furgón de policía. Parece que para. Los agentes observan la discusión, pero no hacen nada y continúan. Al final los críos se van calle abajo, por la elegante Via Etna, dedicada al volcán que se entrevé al fondo. Es como si las cenizas del Etna aún flotaran en el aire tres siglos y medio después, haciendo que la ciudad parezca en blanco y negro.

Ese paseo llega hasta la plaza de la Catedral, imponente edificio barroco dedicado a Santa Águeda, patrona de la ciudad, que fue martirizada por los romanos: le cortaron los pechos y la rebozaron en brasas. No veo mucho culto a la Virgen María en Sicilia, pero sí mucha devoción a esas santas, figuras más reales, más cercanas, más sacrificadas. Debe de ser algo del carácter siciliano, estoy seguro.

Una hora al sur está Siracusa, que en su día fue la ciudad más importante del mundo, superando incluso a Atenas. Como Palermo y su arte árabe-normando o Catania y su Barroco, Siracusa es también un lugar declarado Patrimonio Mundial por la Unesco; en su caso, porque casi todas las civilizaciones mediterráneas han dejado ahí su impronta. Las ruinas romanas no quedan lejos de la catedral barroca y, entre medio, una ciudad un punto decadente aunque quizás no tanto como las otras de la isla y, en cualquier caso, igual de encantadora.

Sería muy superficial, reduccionista y estereotipador decir que los musulmanes dejaron su impronta en forma de zocos caóticos. Los hay, por supuesto, y hace que Sicilia parezca a veces Oriente Próximo. Pero veo más su influencia en su arte y, también, en su gastronomía: el cuscús de pescado es uno de los platos más característicos, mientras que el pistacho es un ingrediente usado en un gran número de recetas.

«Todo tiene que cambiar para que nada cambie». La frase, aparecida en “El gatopardo” de Giuseppe Tommasi di Lampedusa, la novela siciliana más conocida de todos los tiempos, se está convirtiendo en muy recurrente, quizás demasiado. Es la historia de un noble que se enfrenta a la modernidad en la Italia del siglo XIX, con la llegada de la revolución de Garibaldi y la República. Su sobrino le dice eso para justificar que se une a los rebeldes, pero con el objetivo final de mantener el sistema aristocrático imperante, que se está derrumbando. La revolución triunfará e Italia no será lo mismo. Pero yo, sinceramente, prefiero que Sicilia se mantenga así: barriobajera, decadente, encantadora. Si cambia algo en el sur de Italia, que sea para que no cambie nada.

Me gustó este libro, aunque disfruté mucho más de «El día de la lechuza» de Leonardo Sciascia. Publicada en 1960, fue quizás la primera novela que trata el tema de la mafia. Sciascia escribe con un estilo muy personal y a la vez absorvente. En un momento, se lee que «en Sicilia son raras las nevadas; quizás el carácter de las civilizaciones viene por la nieve o por el sol, según predominasen nieve o sol». Y es cierto. La geografía, los accidentes geográficos, la ubicación de un país, su orografía, sus vecinos, determinan de forma fundamental el carácter, la cosmovisión de un pueblo. Y Sicilia está hecha de lo que le han dejado todas las culturas que la han invadido por estar situada en medio del mar Mediterráneo: fenicios, griegos, romanos, bizantinos, árabes, catalanes, españoles, normandos…

“Se sentía un poco confuso. Pero antes de llegar a su casa sabía, lúcidamente, que amaba Sicilia, y que volvería», leo en la novela. No sé si la amo, pero me ha atrapado. No sé si volveré, pero espero hacerlo. Y no lo sé al llegar a casa, sino al llegar al aeropuerto de Palermo, llamado Falcone-Borselino en homenaje a los jueces asesinados por la mafia.

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