Sí, «libros y viajes», y no libros de viajes. Porque tengo la costumbre, cuando salgo, de ir acompañado por algún libro que, o bien hable del país que visitaré, o bien sea de algún autor de ese lugar. Me ayuda a introducirme un poco más en ese lugar extraño que me espera, aunque sea una novela de ficción que no tenga nada que ver con ese sitio.
No recuerdo cuándo empecé a hacerlo de forma regular. En 2012, en Bosnia, estuve leyendo «El puente sobre el Drina», del premio Nobel de literatura Ivo Andric. Una novela totalmente pertinente, de un autor y temática locales. Del mismo modo, me acompañó «En la carretera» de Jack Kerouac, uno de los escritores beat por excelencia, en un road trip por Arizona y Nevada en el 2014. Una obra totalmente adecuada para la ocasión. Uno de los primeros fue, en 2009, «El afinador de pianos», ambientado en la Birmania británica, para el viaje a Myanmar, aunque en este caso, el autor, Daniel Mason, no era de ese lugar.
Implanté esta costumbre como algo regular creo que a partir de viajar a Taiwán hace cuatro años, cuando estuve leyendo un ensayo sobre este país, aunque anteriormente había estado con «Historias de cronopios y faunas» de Julio Cortázar en mi viaje a Argentina y con «Crónica de una muerte anunciada», de García Márquez, en Nicaragua. Esto último no tiene razón de ser, puesto que este autor es colombiano. Lo suyo hubiera sido leer a Rubén Darío porque, a pesar de que unos versos de Walt Whitman sobre la libertad del viajero me acompañan a veces como fondo de pantalla del móvil, reconozco que la poesía no es lo mío.
Un poema de referencia, de Walt Whitman, que aparece en su «Hojas de hierba»
Ese libro sobre Taiwán, plagado de faltas de ortografía, sería el primero de una lista de estudios y obras de no ficción que leí, y entre los que recomiendo «Las tribus de Israel», de Ana Carbajosa, para entender la complejidad de esa tierra en disputa, y «La ruta de la seda. Dioses, guerreros y mercaderes», de Luce Boulnois, un completo y documentadísimo libro que me ayudó a entender un poco mejor la diversidad étnica, económica y social de Kirguistán y de Uzbekistán, donde estuve en el verano del 2018. Mención también para «Crónicas argelinas», de Albert Camus, en mi viaje a ese país magrebí; un estudio muy interesante por cuanto es la visión de un pies negros, como se denominaban a los franceses de origen argelino, antes de la independencia del país. Algunas observaciones que profetizó se cumplieron; otras no. En Benín estuve con «Más allá del mar de arena», de Agnès Abgoton, una novela autobiográfica de una mujer de ese país emigrada a España. Y para conocer mejor la historia reciente de Camboya, viajé con «El legado de los Jemeres Rojos», de Mark Aguirre, fundamental para conocer ese régimen atroz, que asesinó a más de dos millones de compatriotas y que quería instaurar un régimen ultracomunista basado en la igualdad y el cultivo de arroz. Llevar gafas era señal de muerte segura: todo lo que pareciera urbano e intelectual debía ser eliminado. La obra de Aguirre parece ficción. El problema es que no lo es. Otros dos libros interesantísimos, y con varios denominadores comunes: «Frontera», de Kapka Kassabova, y «Barro más dulce que la miel», de Margo Renjer. Ambas escritoras recogen testigos de víctimas del comunismo en Bulgaria y Albania, respectivamente. Dos libros que recomiendo encarecidamente y que me ayudaron a entender un poco mejor esos países cuando los visité.
Jóvenes monjes budistas, leyendo un libro, en Myanmar
Librería en el barrio ultraortodoxo de Mea Sharim, en Jerusalén
A principios del 2019, cruzar a pie desde la India a Pakistán, a pesar de que lo hice solo, a punto de cerrar las fronteras, tras pasar innumerables controles y con la tensión que se vivía en ese momento, cuando un caza indio fue abatido por el ejercito pakistaní y la disputa por Cachemira estaba al rojo vivo, a pesar de esta situación, digo, ese cruce fue sin duda algo mucho más plácido que el que narra Khushwant Sing en su «Último tren a Pakistán», una novela de ficción pero ambientada en los disturbios en la época de la separación de los dos países, con indios y pakistaníes siendo masacrados a millares al pasar de un país a otro, y viceversa. Otra obra de ficción con trasfondo real es el libro «El caso Sankara», de Antonio Lozano, que me acompañó en mi viaje a Burkina Faso. Trata sobre el misterioso asesinato de Tomas Sankara, llamado el «Ché Guevara africano» y cuya muerte aún no ha sido resuelta. Sankara fue de los pocos líderes post-coloniales no doblegados a los intereses de las ex-metrópolis, algo que pagó con su vida.
Librería en Peshawar (Pakistán)
Otra librería pakistaní, esta en la ciudad de Lahore
Las novelas, ambientadas en los lugares que visito, siempre son una buena manera de profundizar un poco en el país de turno. A pesar de que sean obras de ficción, historias inventadas, uno siempre puede sumergirse en un lugar a través de los nombres, las costumbres, las descripciones, la forma de hablar y, en definitiva, el trasfondo y contexto de las historias. Así han sido los casos de «La muerte de Artemio Cruz», de Carlos Fuentes, en mi cuarto viaje a México; «El diablo y Margarita», de Mikhail Bulgakov, absolutamente recomendable, para mi escapada a Kiev (nacido en la actual Ucrania pero cuando ésta era territorio soviético); «Las baladas del ajo», de Mo Yan, para mi estancia en Pekín; «Todo se desmorona», de Chinua Achebe, el libro más leído de toda la literatura africana y que, a través de una historia de clanes tradicionales, narra la realidad de Nigeria tras la llegada de los colonizadores; «Física de la tristeza», de Gueorgui Gospodinov, que leí durante mi viaje a Bulgaria y es muy interesante aunque descoloca un poco; «Época de migración al norte», de Tayeb Salih para mi ruta por Sudán (recomendable si no tienes nada mejor que leer) y, finalmente, «La bella Annabel Lee», de Kenzaburo Oé, en mi segunda vez en Japón, que no es el mejor libro del Premio Nobel.
No siempre cumplo con mi palabra de leer autores locales…En Nepal estuve con «El arte de vivir», de Krishnamurti, a pesar de ser indio, y otro indio me acompañó en mi viaje a Malasia: Rabrindranath Tagore. En mi primer viaje a la India leí el «Siddharta» de Herman Hesse (Buda nació ahí), y a Costa de marfil viajé con el divertidísimo «El antropólogo inocente», de Nigel Barley, que está ambientado en Camerún.
Uno de los muchos alicientes sorprendentes de Buenos Aires: las librerías que abren hasta altas horas de la madrugada
Un bonito mensaje, en esta librería de Oporto
Mención aparte para Riszard Kapuscinsky, uno de mis autores de referencia y cuyos libros me han acompañado en varios viajes: el imprescindible «El emperador», en Etiopía, sobre la fascinante y controvertida figura de Haile Selassi (autoproclamado hijo de Dios y padre de los rastafaris) y «El imperio» en mi ruta por Georgia, donde el escritor polaco narraba sus viajes por la URSS. Además, recomiendo encarecidamente «Viajes con Heródoto», al que dediqué una entrada en este blog, además de «Ébano», para conocer la realidad africana y «Cristo con un fusil al hombro». «Los cínicos no están hechos para este oficio» es interesante, pero no deja de ser una conferencia.
Curiosamente, no soy muy aficionado a leer libros de viajes. No recomiendo «El gran bazar del ferrocarril», de Paul Theroux, a pesar de que este escritor es un clásico del género y me decepcionó un tanto «El turista desnudo», de Lawrence Osbourne. Por contra, me gustó «El sueño de África» de Pérez Reverte a pesar de su débil crítica hacia los cazadores y me fascinaron «Viajes con Charly», de un clásico de la literatura norteamericana del siglo XX como fue John Steinbeck, «Viaje y otros viajes», de Antonio Tabucci (del que recomiendo encarecidamente su «Sostiene Pereira», uno de las novelas que más me ha gustado en los últimos años) y «Un adivino me dijo», del italiano Tiziano Terzani, basado en su propia historia: un periodista destinado al sudeste asiático y que, por un presagio, se «autoprohíbe» desplazarse en avión durante todo un año: será para él, así, una manera de disfrutar mucho mejor los viajes. Este libro está descatalogado, aunque se puede encontrar en algunas bibliotecas. Con todo, el mejor libro de viajes que he leído en los últimos años es «El camino más corto», de Manuel Leguineche: la vuelta al mundo de un reportero que narra su aventura, entrelazando su experiencia personal con su faceta profesional, explicando todo lo que va sucediendo en el mundo: un libro imprescindible, divertido, ameno y, a la vez, una lección de historia. Otro imprescindible, recién acabado, es «Tristes trópicos», de Claude Lévi-Strauss…aunque el mismo autor se enfadaría si lo incluyo como «libro de viajes». Por último, un libro de viajes…imaginarios: «Las ciudades invisibles», de Italo Calvino.
Leer es, de algún modo, viajar. Viajar en la mente de los protagonistas, viajar en los lugares, conocer otras realidades. Nuestras historias, únicas e irrepetibles, suceden simultáneamente a esas que encontramos en las páginas que van con nosotros. Acompañar un viaje con un libro, sea una novela o no, de algún autor del país o que hable de él, posibilita un doble viaje.
Librería en Argel
La lectura com a forma de viatge, i tant 😉 Whitman, sempre…
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Para tu futuro viaje a Albania, espero que más pronto que tarde, imprescindible darte una vuelta por Ismail Kadaré, si no lo has hecho ya. Te recomiendo especialmente su Abril Quebrado, Crónica en Piedra y El Palacio de los Sueños. Te vas a enganchar al país.
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Gracias por la recomendación! Albania era un firme candidato para esta Semana Santa, pero ya se sabe….Sin duda me apunto este autor, y sin duda también me acompañará cuando vaya. Muchas gracias de nuevo!
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