Costa de Marfil

Libro durante el viaje: El antropólogo inocente (Nigel Barley)

Muchas veces se ha dicho que uno de los problemas de África es que se ve como un todo, como un continente uniforme…casi como si fuera un solo país. Y si desde el mismo concepto que se tiene ya se comete un error, es imposible que se puedan abordar correctamente las soluciones a sus problemas. Efectivamente, para el imaginario colectivo, África es, por un lado, animales salvajes en un entorno idílico de sabanas y puestas de sol mágicas, poblados de adobe y una generosidad y valoración de lo sencillo entre lo ingenuo y lo aleccionador. Por otro, África es corrupción a gran escala y una herencia colonial tanto detestable como ruinosa.

Pues bien…no, no es así. O, mejor dicho, no es del todo así. El número de países con cebras, elefantes y leones en su hábitat natural es muy bajo en un continente con más de 50 estados y unas diferencias entre ellos como las puede haber España y Rusia. O mucho más.

Costa de Marfil, paradójicamente, se erige en un compendio, en una metáfora y en un paradigma de lo que es África. Y digo paradójicamente porque, precisamente y como acabo de decir, no se puede reducir este continente a un solo concepto. No, no tiene la «magia» de Kenya, el multiculturalismo de Sudáfrica, la historia de Egipto o la variedad étnica de Etiopía. Pero es que realmente, estos cuatro países, de los más conocidos del continente, son de los menos arquetípicos. Si anduviera escaso de ideas podría recurrir al  manido tópico de que Costa de Marfil es un lugar de contrastes, donde pasado y presente se encuentran, y bla bla bla. No, no lo haré, pero sí que es cierto que en Costa de Marfil se juntan hechos que de algún modo chocan entre sí. Pero es que ese es problema precisamente de África: ver todo como un contraste: espiritualidad y miseria, salvajismo y desarrollo, etc. Y no. No se puede ver así, como un contraste. Se debe ver como una yuxtaposición.

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En Costa de Marfil la carretera que une la capital política, Yamoussoukro, con la económica, Abiyán, tiene un muy aceptable estado de conservación. Excelente para los estándares africanos. Pero aún así, está plagado de controles policiales donde la  mordida es la única manera de no acabar en el calabozo. En Nigeria se puede entender; es un país rico en petróleo pero con una corrupción tan escandalosa que hace que el dinero no llegue ni las infraestructuras más básicas. Y, así, las carreteras, infames, llenas de agujeros, se plagan de militares para sacarte algo de las peor manera posible. En Costa de Marfil, al menos, lo hacen con una sonrisa, lo cual hace el trámite algo más llevadero. Y ambos países, y ahí sí, son sangrados por multinacionales extranjeras. En Nigeria, su gran producción de crudo es explotada por compañías foráneas, lo cual deriva en una balanza comercial negativa que es, por decirlo suavemente, muy irónica. En el caso marfileño, porque las grandes corporaciones chocolateras europeas se ponen de acuerdo para fijar un precio máximo por la compra de cacao.

Al viajar a Costa de Marfil me he dado cuenta de otro de los aspectos fundamentales en el concepto que tenemos de África. Desde nuestra posición, entre la indignación por las atrocidades del colonialismo y cierto sentido de culpabilidad, parece que queramos despojar a esos países de todo lo relacionado con los ocupantes. En Argelia, país que se independizó solo dos años después, en 1962 y donde estuve el pasado verano, se ha asumido la «francesidad» del país, y ésta ya forma parte de la identidad argelina. Porque sí, Argelia, para encontrar la estabilidad y la paz (también mental) tras muchos años de guerra (recordemos la Década negra) tiene que asumir, y así lo dijo un «pies negros» como Camus, que lo argelino es también francés. Para ellos, es la única manera de asumir lo que hay, que es fruto del pasado, y aceptarlo. Yo creo que, además, hay otro motivo: no se puede pretender tener una especie de identidad argelina esencial ligada al Islam, que es lo que muchos querrían, si la mayoría de la población, de hecho, es heredera de la ocupación musulmana que sometió a la bereber, que se podrían perfectamente considerar los «argelinos auténticos». Así pues, mejor olvidarse de esencias que no van a ninguna parte en naciones que de hecho nunca existieron.

Porque…¿Cuál sería la «esencia» de Costa de Marfil? Pues tampoco la hay, porque entonces no se aceptaría su identidad real, y se caería de nuevo en el estereotipo de una «africaneidad» que no existe. En los restaurantes de Costa de Marfil se sirve gastronomía francesa junto a plátano frito, que es  la especialidad del país. En su ciudad natal, Yamossoukro, que no era más que un pueblo de calles polvorientas, el primer presidente tras la independencia, Félix Houphouet-Boigny, mandó construir una basílica cuya cúpula es más grande que la del Vaticano. Muchas veces, el surrealismo en África viene de contraponer imágenes.

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Y en las calles de Abiyán, cuyo centro financiero está lleno de rascacielos, se pueden encontrar templos animistas y curanderos que realizan circuncisiones al momento. Sí, África es vudú, pero también es Cristianismo y es Islam. Y es explotación por parte de Europa, China y Estados Unidos, pero también riqueza que no llega al pueblo por culpa de sus dirigentes. Los contrastes no definen Costa de Marfil, la dibujan, la crean. Y lo mismo con África, mal que les pese a los esencialistas que, con buena intención, hacen flaco favor a un continente reduciéndolo a una idea que, de algún modo, no solo no existe sino que, sobre todo, ata.

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Grand Bassam, a media hora en coche de Abiyán, define, para mí, lo que es Costa de Marfil y, quizás, África, aunque de nuevo cometería el error que yo mismo denunciaba al principio: una homogeneización reduccionista. Esta ciudad costera, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, fue la capital del país durante un breve periodo (1893-1896) durante la época colonial francesa, hasta que la administración fue transferida a Bingerville debido a un brote de fiebre amarilla. Sólo fueron tres años, tiempo suficiente para que se construyeran grandes edificios públicos y privados, bellamente decorados y que actualmente, tras décadas de abandono, están en un estado encantadoramente decadente. Entre el esplendor y el deterioro visible hay contraste, sí. Pero sobre todo, hay yuxtaposición, unión: la de la humildad de los habitantes con los edificios donde ahora habitan. La de la soberbia de las mansiones del ocupante ilícito con la arena que ha recuperado lo que es suyo.

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Sí, quizás voy en contra de mismo al decir que Costa de Marfil tiene todo lo «africano». Proyectos megalómanos en medio de la nada; una gran variedad étnica y naturaleza espectacular; religiones y tradiciones ancestrales junto a lo último de la modernidad occidental. Por todo ello, Costa de Marfil es África.  Por todo ello, por tanto, es un lugar apasionante, y esto no es reducirlo a un tópico, al contrario.

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10 respuestas a «Costa de Marfil»

  1. Qué análisis tan interesantísimo, Xavi, otra vez más, yendo más allá de los clichés. Las fotos espectaculares, como siempre. Un enorme placer seguir leyéndote. Gracias!

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  2. Me encantaria , ir a Costa de Marfil si organizais algun viaje , por favor indicarmelo para que fueramos un grupo. Por cierto es seguro viajar una mujer sola blanca a Costa de Marfil ??

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